Monólogo acerca de la filosofía cartesiana y de cómo te comes un bocadillo contaminado con otra persona para no pasa vergüenza. Extracto de Voces de Chernobil de Svetlana Alexiévich. Ed. Debate 2016, pp. 203-219.

Roberto Melville

RESMA – Leer es volver a Vivir

He vivido entre libros. Durante veinte años he dado clases en la universidad. Soy un científico, un investigador. Una persona que se ha buscado en la historia su momento preferido y que vive en él. Que se dedica a él plenamente y está sumergido en su espacio. Esto en el ideal. Idealmente, claro. Porque la filosofía en nuestro país era entonces marxista-leninista y los temas que se proponían para las tesis eran: el papel del marxismo-leninismo en el desarrollo de la agricultura dedicada a la conquista de las nuevas tierras roturadas; el papel del guía del proletariado mundial en… En pocas palabras, nada que ver con las reflexiones cartesianas. Pero tuve suerte. Mi trabajo científico de final de carrera fue elegido para un concurso en Moscú y de allí llamaron y dijeron: «Dejen en paz al muchacho. Que siga escribiendo». Y lo que escribía era un ensayo sobre el filósofo religioso francés Malebranche, que se había dedicado a interpretar la Biblia desde posiciones de una mente racionalista. Me refiero al siglo xviii, a la época de la Ilustración…, de la fe en la razón. Fe en nuestra capacidad para explicar el mundo.

Tal como yo lo entiendo ahora, tuve suerte. No fui a caer en la trituradora; en la hormigonera. ¡Fue un milagro! Antes de eso me habían avisado repetidamente: para un trabajo científico de fin de carrera, Malebranche quizá sea interesante. Pero para una tesis doctoral tendrá usted que pensar en otro tema. Una tesis es una cosa seria. En una palabra, nosotros le hemos concedido una beca para la cátedra de filosofía marxista-leninista, y usted resulta que emigra al pasado. Ya me entiende.

Pero empezó la perestroika de Gorbachov. Un tiempo que tantos años estuvimos esperando. Lo primero que noté fue que enseguida les empezaron a cambiar las caras a las personas. La gente hasta empezó a andar de otra manera, la vida había corregido incluso algo en la plástica de las personas, se sonreían más los unos a los otros. Se notaba otra energía en todo. Algo como… Es cierto, algo ha cambiado por completo. Hoy incluso me sorprendo de lo rápido que pasó todo. Y yo también… Yo también me vi expulsado de la vida cartesiana.

En lugar de los libros de filosofía me puse a leer los periódicos del día y las revistas; esperaba con impaciencia cada número del Ogoniok, una revista afín a la perestroika. Por la mañana hacíamos cola delante del quiosco de la prensa, ni antes ni después se leyeron los periódicos como entonces. Nunca se tuvo tanta fe como entonces. Nos caía encima un alud de información. Se publicó el testamento político de Lenin, un documento conservado durante medio siglo en los archivos secretos. Solzhenitsin y, tras él, Shalámov…, Bujarin…, fueron apareciendo en los estantes de las librerías. Hasta no hacía mucho, te arrestaban por poseer estos libros. Te echaban unos cuantos años. Liberaron de su exilio al académico Sájarov…

Por primera vez, mostraban por la televisión las sesiones del Soviet Supremo de la URSS. Todo el país se pasaba horas delante de las pantallas conteniendo la respiración. Hablábamos y hablábamos. Decíamos en voz alta las cosas que antes no nos atrevíamos a susurrar más que en nuestras cocinas. ¡Cuántas generaciones se han pasado la vida en nuestro país cuchicheando en las cocinas! ¡Lo que se habrá perdido en ellas! ¡Lo que se habrá soñado! Más de setenta años. Toda la historia soviética.

Entonces todos iban a los mítines. A las manifestaciones. Se firmaban manifiestos, se votaba contra algo. Me acuerdo de un historiador que intervino en un programa de la televisión. Trajo al estudio un mapa de los campos estalinistas. Toda Siberia parecía un incendio de banderines rojos.

Nos enteramos de la verdad sobre Kuropati. [= Lugar cerca de Minsk donde los nazis fusilaron miles de civiles, en su mayoría de origen judío. (N. del T.)] ¡Toda una conmoción! ¡La sociedad se quedó muda! Los Kuropati bielorrusos: una fosa común del año 37. Allí yacen juntos bielorrusos, rusos, polacos, lituanos… Decenas de miles. Las zanjas de la NKVD de dos metros de profundidad, donde se enterraban a los muertos en dos y en tres capas. Entonces el lugar se hallaba lejos de Minsk, pero luego entró a formar parte de la ciudad. Se convirtió en la ciudad. Uno podía llegar allí en tranvía. En los años cincuenta, en aquel terreno se plantó un joven bosque; los pinos crecieron y los ciudadanos, sin sospechar nada, organizaban allí sus fiestas de mayo. En invierno paseaban en esquís. Empezaron las excavaciones. El poder… El poder comunista mentía. Intentaba escabullirse. Por la noche, la milicia volvía a llenar las tumbas abiertas, y durante el día las fosas se volvían a abrir. He visto cuadros documentales: hileras de cráneos a los que se les había limpiado la tierra. Y cada uno con un agujero en el cogote.

Vivíamos, claro está, con la sensación de que asistíamos a una revolución. A una nueva época.

No me he desviado de nuestro tema. No se preocupe. Quería recordar cómo éramos cuando se produjo Chernóbil. Porque en la historia quedarán juntos: el desmoronamiento del socialismo y la catástrofe de Chernóbil. Han coincidido. Chernóbil ha acelerado la descomposición de la Unión Soviética. Ha hecho volar por los aires el imperio.

Y de mí ha hecho un político.

El 4 de mayo. Al noveno día del accidente apareció Gorbachov. Eso fue una cobardía, por supuesto. Aquella gente perdió los papeles. Como en los primeros días de la guerra. En el 41. En los periódicos se condenaba las artimañas del enemigo y la histeria de los occidentales. Se hablaba de las maniobras antisoviéticas y de los rumores provocativos que sembraban entre nosotros nuestros enemigos. Desde el otro lado de la colina.

Me acuerdo de mi actitud en aquellos días. Durante largo tiempo no hubo miedo; casi un mes nos pasamos en compás de espera; de que nos iban a informar de un momento a otro: bajo la dirección del Partido Comunista, nuestros científicos…, nuestros heroicos bomberos y soldados…, una vez más han dominado los elementos. Han alcanzado una victoria nunca vista. Han encerrado la llama cósmica en una probeta. El miedo apareció al cabo de un tiempo, no enseguida, no lo dejamos entrar en nuestro fuero interno hasta pasado mucho tiempo. Fue exactamente así. ¡Sí! ¡Sí! Tal como lo veo ahora, este miedo no podía fundirse en nuestra conciencia en modo alguno con la idea de la energía atómica para usos pacíficos. No sintonizaba con lo que habíamos estudiado en los manuales escolares y leído en todos los libros. En nuestra imaginación, el cuadro del mundo se nos aparecía del modo siguiente: el átomo de uso militar era el monstruoso hongo en el cielo, como sucedió en Hiroshima y Nagasaki: en un segundo, la gente convertida en ceniza; en cambio, el átomo para la paz se nos presentaba tan inocuo como una bombilla eléctrica. Teníamos una visión infantil del mundo. Vivíamos según el manual. No solo nosotros, sino toda la humanidad se hizo más sabia después de Chernóbil. Se hizo mayor. Adquirió otra edad.

De las conversaciones de los primeros días:

—Está ardiendo la central atómica. Pero eso sucede lejos. En Ucrania.

—He leído en los periódicos que han mandado allí maquinaria militar. El ejército. ¡Venceremos!

—En Bielorrusia no hay ninguna central nuclear. Podemos estar tranquilos.

Mi primer viaje a la zona. Viajaba al lugar y pensaba que todo estaría cubierto de ceniza gris. De hollín negro. Como en el cuadro de Briulov El último día de Pompeya. En cambio… Llegas al lugar y todo se ve tan hermoso. ¡Qué belleza! Los prados llenos de flores, el delicado verdor de los árboles en primavera. Es justamente la época del año que más me gusta. Todo revive. Crece y canta.

Lo que más me asombró fue la combinación de belleza y miedo. El miedo dejó de aparecer separado de la belleza, y la belleza, del miedo. El mundo al revés. Tal como lo veo ahora. Al revés. Un desconocido sentimiento de muerte.

Llegamos con un grupo. No nos había mandado nadie. Un grupo de diputados bielorrusos de la oposición. ¡Qué tiempos! ¡Ya ve qué tiempos aquellos! El poder comunista cedía posiciones. Se sentía débil, inseguro. Todo se tambaleaba. Pero las autoridades locales nos recibían de mala manera: «¿Tienen ustedes permiso? ¿Qué derecho tienen para soliviantar a la gente, a hacerles preguntas? ¿Quién ha dado la orden?».

Se remitían a las instrucciones que recibían de arriba: «No entregarse al pánico. Esperar órdenes». En el sentido de que ahora ustedes nos asustan y soliviantan a la gente y luego nosotros seremos los que tengamos que hacer cumplir el plan. Los planes de cereales y de carne. No se preocupaban de la salud de las personas, sino de los planes. Los planes republicanos, los soviéticos. Tenían miedo de sus jefes. Y estos temían a los que estaban por encima de ellos. Y así sucesivamente, subiendo por la pirámide hasta el secretario general. Una persona lo decidía todo, lo decidía allí en sus alturas celestiales. Así estaba construida la pirámide del poder. Y a su cabeza, el zar. Entonces un zar comunista.

—Aquí todo está contaminado —explicamos—. Todo lo que producís aquí no se podrá emplear como alimento.

—Sois unos provocadores —replicaban—. Basta ya de propaganda enemiga. Vamos a llamar a… Informaremos.

Y llamaban. E informaban a quien hacía falta.

La aldea Malínovka: 59 curios por metro cuadrado.

Entramos en la escuela:

—¿Cómo va la vida?

—Estamos todos asustados, por supuesto. Pero nos han tranquilizado: solo hace falta lavar los tejados. Cubrir los pozos con una tela, asfaltar los caminos. ¡Y a vivir! Aunque es cierto que los gatos no paran de rascarse y a los caballos los mocos les llegan hasta el suelo.

La jefa de estudios de la escuela nos invitó a su casa. A comer. Una casa nueva, hacía dos meses que habían celebrado la inauguración de la casa, la «entrada». Según costumbre bielorrusa, hay que señalar la entrada en una nueva casa. Junto a la casa, un cobertizo sólido, una bodega. Lo que en otro tiempo se llamaba la hacienda de un kulak, de un campesino rico. A gente así la mandaban a Siberia. Una casa que daba gusto ver, envidia daba.

—Pero pronto habrán de marcharse de aquí.

—¡Ni hablar! ¡Con todo el trabajo que le hemos dedicado a esta casa!

—Mire el dosímetro.

—¿Con qué derecho vienen por aquí? Científicos del c… ¡A ver si dejan a la gente en paz!

El amo de la casa… dio media vuelta y se marchó al prado con su caballo. Sin siquiera despedirse.

La aldea Chiudiani: 150 curios por metro cuadrado.

Las mujeres trabajando en sus huertos, los niños correteando por las calles. Al final de la aldea, unos hombres limpian los troncos para una casa nueva. Paramos junto a ellos el coche. Nos rodean. Nos piden un pitillo.

—¿Cómo van las cosas por la capital? ¿Hay vodka? Pues aquí lo hay cuando quieren. Menos mal que destilamos el nuestro. Gorbachov, como no bebe, a nosotros tampoco nos deja.

—Vaya. Conque diputados. Lo del tabaco aquí lo tenemos fatal.

—Pero, amigos —intentamos explicarles—, si pronto tendréis que marcharos de aquí. Mirad el dosímetro. Mirad bien: la radiación en este lugar, aquí donde ahora estamos, es cien veces superior a la normal.

—Te estás pasando. Vaya, vaya. ¡Mucha falta nos hace tu dosímetro! Tú ahora te largas, y nosotros, en cambio, nos quedamos. ¡Métete donde te quepa tu dosímetro!

He visto varias veces el filme sobre el hundimiento del Titanic: la película me recordaba lo que yo mismo vi. Lo sucedido ante mis ojos. Yo viví los primeros días de Chernóbil. Y todo pasó como en el Titanic; el comportamiento de la gente era absolutamente igual. La misma psicología. Yo reconocía… Incluso comparaba. Ya está perforado el casco del buque, una enorme vía de agua inunda las bodegas inferiores, tumba toneles, cajones… El agua corre. Se abre paso entre los obstáculos. En cambio, arriba siguen las lámparas encendidas. Suena la música. Sirven champán. Prosiguen las disputas familiares, se inician nuevas historias de amor… Abajo, en cambio, el agua se lleva todo por delante. Avanza por las escaleras. Penetra en los camarotes.

Las lámparas encendidas. Suena la música. Sirven champán. Nuestra mentalidad. Este es un tema aparte. En primer lugar, nosotros ponemos los sentimientos. Esto le da gran vuelo, una gran altura a nuestra vida, pero al mismo tiempo es fatal. En cambio, la opción racional siempre es para nosotros negativa. Nosotros comprobamos nuestros actos con el corazón y no con la razón.

En una aldea entras a una casa y ya eres bienvenido. Eres motivo de alegría. Te comprenden. Y menean desconsoladamente la cabeza: «Lástima no tener pescado fresco; no tengo nada que ofrecerle». O «¿Quiere usted un poco de leche? Ahora mismo le lleno una taza». Y no te sueltan. Te llaman desde sus casas. A algunos les daba miedo, yo, en cambio, aceptaba la invitación. Entraba en sus casas. Me sentaba a la mesa. Me comía un bocadillo contaminado, porque todo lo comían. Me tomaba una copa a su salud. Hasta experimentaba un sentimiento de orgullo de miren ustedes cómo soy. Yo puedo hacerlo. ¡Soy capaz de ello! Sí. ¡Sí! Yo me decía: como no estoy en condiciones de cambiar nada en la vida de esta persona, entonces todo lo que puedo hacer es comerme con él este bocadillo contaminado, para al menos no sentir vergüenza. Compartir su suerte. Esta es nuestra actitud hacia nuestra propia vida.

Tengo mujer y dos hijos y me siento responsable de lo que les pase. Llevo el dosímetro en el bolsillo. Tal como lo entiendo ahora, es nuestro mundo, somos nosotros. Hace diez años me sentía orgulloso de ser así, ahora me da vergüenza de ser como soy. Pero de todos modos me sentaré a la mesa y me comeré aquel maldito bocadillo. Pensaba que… Me paraba a pensar en qué clase de gente éramos. Y este maldito bocadillo no se me iba de la cabeza. Hay que comerlo con el corazón y no con la razón. Alguien ha escrito que en el siglo xx… y ahora ya en el siglo xxi, vivimos tal como nos ha enseñado a hacerlo la literatura del xix. ¡Dios santo! A menudo me asaltan las dudas. Lo he discutido con mucha gente. Pero ¿quiénes somos? ¿Quiénes?

Tuve una conversación interesante con la mujer, hoy ya viuda, de un piloto de helicóptero fallecido. Una mujer inteligente. Nos pasamos largo rato charlando. Ella también quería comprender. Comprender y hallar un sentido a la muerte de su marido. Resignarse a ella. Y no pudo. He leído muchas veces en los periódicos cómo trabajaban los pilotos de helicóptero sobre el reactor. Primero lanzaban las planchas de plomo, pero estas desaparecían sin dejar huella en el agujero, entonces alguien recordó que el plomo a la temperatura de 700 grados se convierte en vapor y, allí, la temperatura ascendía hasta los 2.000 grados. Después de esto, volaron hacia abajo sacos de dolomía y arena. En lo alto era de noche por la nube de polvo que se levantaba. Reinaba la oscuridad. Columnas de polvo. Para dar en el blanco, los pilotos abrían las ventanillas de las cabinas y apuntaban abajo, con qué inclinación entrar: izquierda-derecha, arriba-abajo. ¡Las dosis eran de locura! Recuerdo los títulos de los artículos en los periódicos: «Héroes del cielo», «Halcones de Chernóbil»… Pues bien, esta mujer… Esta mujer me confesó sus dudas: «Ahora escriben que mi marido ha sido un héroe. Y es verdad, es un héroe. Pero ¿qué es un héroe? Yo sé que mi marido ha sido un oficial honesto y eficiente. Disciplinado. Y al regresar de Chernóbil, al cabo de unos meses, enfermó. En el Kremlin le entregaron una medalla, allí se encontró con sus compañeros y vio que también ellos estaban enfermos. Pero se sintieron contentos por el encuentro. Regresó a casa feliz… con la medalla. Y yo le pregunté:

—¿Pero podías haber tenido menos secuelas y haber conservado la salud?

—Seguramente habría podido, si hubiera pensado más —me contestó—. Habría necesitado un buen traje de protección, unas gafas especiales y una máscara. Pero no dispusimos ni de lo uno ni de lo otro ni de lo tercero. Aunque tampoco nosotros respetábamos las normas de seguridad personal. No pensábamos. Todos entonces pensábamos poco. Qué lástima que entonces nos paráramos tan poco a pensar».

Yo estoy de acuerdo con ella. Desde el punto de vista de nuestra cultura, pensar en uno mismo es una muestra de egoísmo. Algo propio de los pobres de espíritu. Siempre encuentras algo que está por encima de ti. De tu vida.

Corría el año 89. Era el 26 de abril: el tercer aniversario. Habían pasado tres años desde la catástrofe. Evacuaron a la gente de la zona de los 30 kilómetros, pero más de dos millones de bielorrusos vivían como antes en lugares contaminados. Y se olvidaron de ellos. La oposición bielorrusa organizó para este día una manifestación, y las autoridades, a modo de respuesta, declararon ese día jornada de trabajo voluntario. Llenaron la ciudad de banderas rojas, instalaron en las calles tenderetes móviles con productos entonces deficitarios: salchichas ahumadas, bombones de chocolate, botes de café soluble… Por todas partes se veían coches de policía. También trabajaban los muchachos vestidos de civiles haciendo fotografías. Pero ¡un síntoma nuevo! Nadie les prestaba la menor atención, ya no se los temía como antes. La gente empezó a reunirse junto al parque Cheliuskintsi. Llegaba más y más gente. Hacia las diez ya eran 20.000 o 30.000 (son cifras de los informes policiales que luego se dieron por televisión) y a cada minuto la multitud crecía. Ni nosotros nos esperábamos ese éxito. Todos estaban animados. ¿Quién podía resistirse a esta marea humana? A las diez en punto, tal como lo habíamos planeado, la columna avanzó por la avenida Lenin hacia el centro de la ciudad, donde debía celebrarse el mitin. Durante todo el camino se nos fueron uniendo nuevos grupos, estos esperaban a la columna en las calles paralelas y en los callejones. En los portales. Corrió el rumor: la policía y las patrullas militares habían bloqueado las entradas de la ciudad, detenían los autobuses y los coches con manifestantes llegados de otros lugares, les hacían dar la vuelta, pero nadie se dejó llevar por el pánico. La gente abandonaba los vehículos y se dirigía a pie hacia nosotros. Dieron esta noticia por el megáfono. Y un poderoso «¡hurra!» recorrió la columna; los balcones estaban llenos de gente. Todo el mundo estaba muy animado. Los balcones repletos de gente que abría las ventanas de par en par y se encaramaba a los ventanales. Los manifestantes saludaban. Levantaban pancartas, banderines infantiles. Entonces descubrí que…, y todos lo comentaron…, que la policía había desaparecido, al igual que los muchachos de civil con sus cámaras fotográficas. Tal como lo entiendo hoy, se les dio la orden de retirarse a los patios interiores, de recogerse en los vehículos. Las autoridades se escondieron. Esperando. Se asustaron. La gente avanzaba y lloraba, agarrados de las manos. Lloraba porque vencía su miedo. Se liberaba de su miedo.

Empezó el mitin. Y aunque dedicamos y discutimos largo tiempo para preparar las listas de las intervenciones, nadie se acordó de la lista. En una tribuna preparada a toda prisa se acercaban y, sin papel alguno, hablaban gentes sencillas llegadas de las tierras de Chernóbil. Se formó una cola. Oíamos a los testigos de la catástrofe. Escuchábamos sus declaraciones. De las personas conocidas solo intervino el académico Vélijov, uno de los ex dirigentes del cuartel general dedicado a liquidar la avería, pero, a diferencia de otras, apenas recuerdo su intervención.

Como la de una madre con dos hijos. Una niña y un niño. La mujer subió con ellos a la tribuna: «Mis hijos hace tiempo que no ríen. Que no juegan. Que no corren por el patio. No tienen fuerzas. Son como unos viejecitos».

O la de una mujer liquidadora. Cuando se recogió las mangas y enseñó a la multitud sus brazos, todos vieron sus llagas. «He lavado las ropas de nuestros hombres, que trabajaban junto al reactor —contaba la mujer—. Lavábamos más que nada a mano, porque nos trajeron pocas lavadoras y estas se estropearon por la sobrecarga.»

O un joven médico. El hombre empezó leyendo el juramento hipocrático. Nos contó cómo todos los datos de los pacientes se guardaron con el sello de «secreto» y «ultrasecreto». Cómo la medicina y la ciencia se sometían al dictado de la política.

Aquello era el tribunal de Chernóbil.

Lo reconozco. No lo voy a ocultar: aquel fue el día más grande de mi vida. Fuimos felices. Lo reconozco.

Al día siguiente, a los organizadores de la manifestación nos llamaron a declarar a la policía y nos juzgaron, acusándonos de ser los responsables de que una multitud de miles de personas hubiera cortado la avenida y entorpecido la circulación del transporte público. De haber lanzado consignas no permitidas. A cada uno nos impusieron quince días de arresto. Nos aplicaron el artículo de «gamberrismo». Tanto el juez que dictó la sentencia como los policías que nos acompañaron al lugar de detención se sentían avergonzados. Todos sentían vergüenza. Nosotros, en cambio, reíamos. Sí, ¡sí! Porque éramos felices.

Entonces se nos planteó la cuestión: ¿Qué podemos hacer? ¿Qué hacer a partir de ahora?

En una de las aldeas de Chernóbil, una mujer que nos vio, al enterarse de que éramos de Minsk, cayó de rodillas ante nosotros: «¡Salvad a mi hijo! ¡Lleváoslo con vosotros! Nuestros médicos no pueden descubrir qué le pasa. El pobre se ahoga, se pone azul. Se me muere». [Calla.]

Llegué al hospital. Un niño de siete años. Cáncer de tiroides. Quise distraerlo con bromas. El chico se giró cara a la pared: «Sobre todo no me diga que no me moriré. Porque sé que me voy a morir».

En la Academia de Ciencias, creo que fue allí, me enseñaron la radiografía de unos pulmones abrasados por «partículas calientes». Los pulmones parecían un cielo estrellado. Las «partículas calientes» son como unos granos microscópicos que se produjeron cuando se arrojó plomo y arena en el reactor incendiado. Los átomos del plomo, de la arena y del grafito se fundían y, con el impacto, se elevaban hacia el cielo. Estas partículas volaron a grandes distancias. A centenares de kilómetros. Y ahora penetran en el organismo humano a través de las vías respiratorias.

Quienes caen más a menudo son los tractoristas y los chóferes, es decir, aquellos que aran el campo o viajan por los caminos sin asfaltar. Cualquier órgano en que estas partículas se instalan se «ilumina» en las radiografías. Centenares de agujeritos, como en un fino cedazo. La persona muere. Se quema. Pero si el hombre es mortal, las «partículas calientes» no; ellas son inmortales. Un hombre muere y en mil años se convierte en polvo, mientras que las «partículas calientes» seguirán viviendo y este polvo seguirá siendo capaz de matar una y otra vez. [Calla.]

Regresaba de mis viajes. Me sentía lleno de impresiones.

Y contaba. Mi mujer, que es lingüista de formación, antes nunca se había interesado por la política, como tampoco por el deporte, pero entonces no paraba de hacerme las mismas preguntas: «¿Qué podemos hacer? ¿Qué hacer a partir de ahora?».

Nos pusimos manos a la obra; iniciamos una labor que desde el punto de vista de la sensatez era imposible de realizar. Un hombre es capaz de tomar una decisión de este tipo solo en momentos de conmoción, en momentos de la más completa liberación interior. Y entonces era un tiempo así. La época de Gorbachov. ¡Un tiempo de esperanzas! ¡De fe! Decidimos salvar a los niños. Descubrir al mundo en qué situación de peligro viven los niños bielorrusos. Pedir ayuda. Gritar. ¡Hacer sonar las campanas! El poder calla, ha traicionado a su pueblo, pero nosotros no vamos a callar. Y… rápidamente…, muy rápidamente…, se reunió un grupo de fieles ayudantes y correligionarios. Nuestra contraseña era: «¿Qué lees? A Solzhenitsin, a Platónov. Ven con nosotros».

Trabajábamos doce horas al día. Debíamos darle un nombre a nuestra organización. Barajamos decenas de nombres y nos decidimos por el más sencillo: «Fundación Para los Niños de Chernóbil».

Hoy ya no hay modo de explicar, de imaginar nuestras dudas. Nuestras discusiones. Nuestros temores. Hoy son incontables las fundaciones como la nuestra, pero entonces nosotros fuimos los primeros en empezar. La primera iniciativa social. No sancionada por nadie desde arriba.

La reacción de todos los funcionarios fue la misma: «¿Una fundación? ¿Qué fundación? Para esto contamos con el Ministerio de Sanidad».

Tal como lo entiendo hoy, Chernóbil nos liberaba. Nos enseñaba a ser libres.

Tengo ante mis ojos… [Se ríe.] Siempre tengo ante mis ojos… los primeros camiones frigoríficos con ayuda humanitaria que entraron en el patio de nuestra casa mandados a nuestra dirección de correos. Miraba los camiones desde la ventana de mi casa y no sabía qué hacer: ¿Cómo descargar todo esto? ¿Dónde guardarlo? Recuerdo bien que los camiones venían de Moldavia. Con entre diecisiete y veinte toneladas de zumos de fruta y alimentos infantiles. Ya entonces se había filtrado el rumor de que para expulsar la radiación había que comer más fruta. Llamé a todos mis amigos; unos estaban en la dacha y otros en el trabajo. De modo que nos pusimos a descargar mi mujer y yo, pero, poco a poco, uno tras otro, fueron saliendo de nuestro bloque los vecinos (quiérase o no, eran nueve pisos), y los transeúntes se detenían:

—¿Qué son estos camiones?

—Es ayuda para los niños de Chernóbil.

La gente dejaba lo que hacía y se ponía a ayudar. Al llegar la noche, acabamos de descargar los camiones. Guardamos como pudimos la carga en sótanos y garajes. Hablamos con alguna escuela.

Luego nos reíamos de nosotros mismos. Pero cuando llevamos esta ayuda a las zonas contaminadas… Cuando la empezamos a distribuir… Por lo general, la gente se reunía en la escuela o en la casa de cultura.

En el distrito Vetkovski… Ahora me ha venido a la memoria un caso… Una familia joven… Recibieron, como todos, un bote de comida infantil y unos zumos. Y el hombre se sentó y se puso a llorar. Esos botes y esos zumos no podían salvar a sus niños. ¡Podía olvidarse de esto, era una miseria! Pero el hombre lloraba porque no se habían olvidado de ellos. Alguien se acordaba de ellos. Y eso quiere decir que aún había una esperanza.

Respondió todo el mundo. Aceptaron acoger y tratar a nuestros niños en Italia, Francia, Alemania… La compañía aérea Lufthansa los trasladó a Alemania por su cuenta. Se hizo un concurso entre los pilotos alemanes y tardaron mucho en escogerlos. Eligieron a los mejores. Cuando los chicos se dirigían a los aviones saltaba a la vista que estaban muy pálidos. Y muy callados.

Hubo sus anécdotas. [Se ríe.] El padre de unos niños irrumpió en mi despacho y me exigió que le devolviera los documentos del chaval. «Allí a nuestros hijos les van a sacar la sangre. Van a hacer experimentos con ellos.» Está claro que el recuerdo de la terrible guerra aún no se ha borrado. El pueblo recuerda. Pero aquí hay además otra cosa. Durante mucho tiempo hemos vivido tras una alambrada. En el campo socialista. Y teníamos miedo del otro mundo. No lo conocíamos.

Además las madres y padres de Chernóbil… Esto es otro tema. Es la continuación de nuestra conversación sobre nuestra mentalidad. Sobre la mentalidad soviética. La Unión Soviética cayó. Se derrumbó. Pero muchos siguieron esperando ayuda durante mucho tiempo de un gran y poderoso país que había dejado de existir.

Mi diagnóstico es… ¿Quiere oírlo? Una mezcla de prisión y jardín de infancia: esto es el socialismo. El socialismo soviético. El hombre entregaba al Estado el alma, la conciencia, el corazón, y a cambio recibía una ración. La ración de Chernóbil. La gente, en cambio, ya se había acostumbrado a esperar y a quejarse: «Yo soy de Chernóbil. A mí me corresponde porque yo soy de Chernóbil».

Tal como ahora lo entiendo, Chernóbil es un gran experimento también para nuestro espíritu. Para nuestra cultura.

Durante el primer año mandamos al extranjero a 5.000 niños; el segundo ya fueron 10.000, y el tercero, 15.000.

¿Ha hablado usted sobre Chernóbil con los niños? No con los mayores, sino con los niños. A veces razonan de forma inesperada. Un ejemplo. Una niña me había contado cómo mandaron a su clase en el otoño del 86 al campo a recoger remolacha y zanahoria. Por todas partes encontraban ratones muertos, y ellos se reían, primero se morirán los ratones, los escarabajos, las lombrices, y luego empezarán a morir las liebres, los lobos. Y después nosotros. Los hombres morirán los últimos y luego… Seguían fantaseando sobre cómo sería el mundo sin animales ni aves. Sin ratones. Durante cierto tiempo quedarán solo los hombres. Sin nadie más. Incluso las moscas dejarán de volar. Aquellos niños tenían entre doce y quince años. Y así es como se imaginaban el futuro.

Otra conversación con una niña. La chica viajó a un campamento de pioneros y allí hizo amistad con un chico. «Era un niño tan bueno —recordaba—, nos pasábamos todo el tiempo juntos.» Pero luego sus amigos le dijeron al chico que ella era de Chernóbil y el muchacho ya no se acercó nunca más a ella. Con esta chica incluso mantuve correspondencia.

«Ahora, cuando pienso en mi futuro —escribía la muchacha— sueño con acabar la escuela y marcharme a alguna parte lejos, lejos, donde nadie sepa de dónde soy. Allí, alguien me querrá y yo lo olvidaré todo…»

Apunte, apunte. Sí. ¡Sí! Todo se borrará de la memoria, desaparecerá. Lástima de no haberlo apuntado todo.

Otra historia. Llegamos a una aldea contaminada. Junto a la escuela, unos niños juegan a la pelota. La pelota rueda hasta un parterre con flores, los niños lo rodean, andan a su alrededor, pero tienen miedo de alcanzar la pelota. Primero ni siquiera comprendí lo que pasaba; teóricamente lo sabía, pero yo no vivo aquí y no estoy constantemente alerta, yo he llegado del mundo normal. Así que di un paso hacia el parterre y los críos, de pronto, se pusieron a gritar. «¡No lo haga! ¡No se puede! ¡Señor, no vaya!» En tres años (pues eso ocurría en el 89) los niños se habían acostumbrado a la idea de que no se puede sentarse en la hierba, no se pueden coger flores. No se puede subir a un árbol. Cuando los llevábamos al extranjero y les decíamos: «Corred al bosque, id al río, bañaos, tomad el sol», había que ver con qué inseguridad entraban en el agua. Cómo acariciaban la hierba, pero luego… Luego, ¡cuánta felicidad mostraban! Podían zambullirse de nuevo en el agua, tumbarse en la arena… Se pasaban el día llevando consigo ramos de flores, trenzando diademas con las flores del campo.

¿En qué estoy pensando? En que… tal como hoy lo entiendo… sí, podemos sacarlos del país y llevarlos a curar. Pero ¿cómo les devolveremos el mundo de antes? ¿Cómo devolverles el pasado? Y el futuro.

Se nos plantea una pregunta. Tenemos que responder a una pregunta: ¿Quiénes somos? Sin esto, no cambiará nada. ¿Qué es para nosotros la vida? ¿Y qué es para nosotros la libertad? La libertad, solo sabemos soñar con ella. Pudimos ser libres pero no lo hemos conseguido. Una vez más no lo hemos logrado. Hemos construido durante setenta años el comunismo y ahora construimos el capitalismo. Antes rezábamos a Marx y ahora al dólar. Nos hemos perdido en la historia. Cuando uno se para a pensar en Chernóbil regresa aquí, a este punto: ¿Quiénes somos? ¿Qué hemos entendido de nosotros mismos? De nuestro mundo. En nuestros museos militares, que son más numerosos que los de arte, se guardan viejos fusiles, bayonetas, granadas, y en sus patios vemos los tanques y los lanzaminas. A los escolares los llevan allí de excursión y les muestran: esto es la guerra. La guerra es así. En cambio, ahora, ya es distinta. El 26 de abril de 1986 sufrimos otra guerra más. Y esta no ha acabado.

Y nosotros… ¿quiénes somos?

GUENADI GRUSHEVÓI, diputado del Parlamento de Bielorrusia, presidente de la Fundación Para los Niños de Chernóbil.

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